Todas nosotras podemos reconocer que Dios nos da lo que no merecemos y a eso le llamamos gracia, vemos que el Señor provee para nuestras necesidades(Flp 4:19), y que nos ayuda en medio de las dificultades. Ha provisto durante todos los tiempos y lo sigue haciendo ahora de distintas maneras. Y dentro de esos medios de gracia, el Señor ha provisto de buenas amistades.
Tener un buen amigo es como un hermano(Pr. 17:17), es una muestra del gran amor del Padre, es una compañía plácida que nos anima y ayuda a perseverar en nuestra vida cristiana. Tal como lo dice Vaughan Roberts “La amistad no es un agregado opcional, sino que es esencial para nuestra humanidad provista por Dios”. Ciertamente podemos agradecer a Dios por las buenas amistades, aquellas que nos ayudan con palabras de aliento, que separan su tiempo para escuchar nuestros lamentos, y que permanecen junto a nosotras en medio de los sufrimientos.
En la Biblia encontramos una historia que nos revela el corazón de Dios, nos muestra como una buena amistad nos puede llevar más cerca al Maestro.
En Lucas 5:18-19 dice: “Y he aquí, unos hombres trajeron en una camilla a un hombre que estaba paralítico; y trataban de meterlo y ponerlo delante de Jesús. Y no hallando cómo introducirlo debido a la multitud, subieron a la azotea y lo bajaron con la camilla a través del techo, poniéndolo en medio, delante de Jesús”.
Aquel paralítico tenía una gran necesidad, pero debido a su condición él no podía llegar por sí sólo a Jesús. La multitud estaba alrededor y quizá eso sería causa de desánimo, pero ocurrió todo lo contrario. Fue en ese momento que sus buenos amigos entraron en acción, ellos creían que Jesús era poderoso para sanar y por más dificultades que se pueda presentar, su fe era tan real que los llevó a actuar.
Motivados por el amor y quitando todo temor, tomaron a su buen amigo y juntos lo llevaron hacia el techo, lograron hacer una abertura la cuál les permitiría llegar a Jesús y ver cumplido su tan anhelado deseo.
Ellos fueron las manos y pies de aquel amigo que no se podía mover, pero gracias a su fe lo llevaron hacia el encuentro con Jesús.
La fe verdadera es aquella que obra, pero a su vez está rodeada de bondad y compasión. Aquella que comparte las risas y alegría, pero también las tristezas y el más grande dolor. Es una fe que toma acción, que no es apagada por el temor, sino que motivada por el amor se esfuerza por cumplir con su misión. Es una fe que apunta y direcciona al único Salvador.
Más que ser amigas de fe, seamos amigas que actúan en fe, amigas que alientan y animan, pero también que acompañan y direccionan, que abrazan y consuelan pero también que toman acción frente a una difícil situación. Seamos amigas que muestren el camino hacia Cristo, que con gracia y verdad las podamos guiar. Porque el más grande amor, se puede manifestar con una dulce entrega al gran Señor.